25 febrero 2009

SENTIDO DEL OLFATO


Sin duda es nuestro sentido más relegado; la cultura occidental ha dado primacía a la vista y al oído y tal vez podríamos decir que el olfato ocupa un oscuro cuarto lugar después del gusto. No sólo el olfato es un sentido relegado, sino también atrofiado y quizá no lo advertimos, inmersos como estamos en la densidad del olor de las ciudades que apestan a nafta mal quemada, hollín, humo de tabaco y fuertes desinfectantes.
Para los hombres que vivían en contacto con la naturaleza, el olfato era una útil herramienta de conocimiento y subsistencia. Podían identificar el estado de los alimentos y aquellos olores que indicaban peligro como el de los animales salvajes, el fuego de un incendio o la proximidad de una tormenta.
Hoy en día, el uso de los aromatizantes químicos no sólo disfraza el olor de sustancias que de otro modo no comeríamos, sino que también nos hace perder la sensibilidad olfativa.
Podemos distinguir unos 4.000 olores diferentes, lo que contribuye a la riqueza del sentido del gusto. Es bastante sabido que hay cuatro sabores básicos: dulce, amargo, ácido y salado, las infinitas variantes de los matices se originan por la combinación con los olores.
El olfato es el único de los sentidos que es imposible cerrar a voluntad; está tan ligado a la respiración que no podemos dejar de oler por mucho tiempo. Sin embargo, es también el único que se satura, a los pocos minutos de sentir un aroma ya no lo percibimos más.
Asimismo es el único que no tiene mediación en su llegada al cerebro. Hay un nervio óptico, un nervio auditivo, nervios gustativos y táctiles que conducen los estímulos a las células nerviosas, pero el bulbo olfatorio está en contacto directo con las neuronas, a tal punto de que muchos lo consideran una prolongación del cerebro.
Las moléculas olorosas ingresan por la nariz y toman contacto con la humedad del mucus y así pueden ser recepcionadas por los cilios de las células olfatorias, una especie de minúsculos pelos. Inmediatamente, en fracciones de segundos, hay un proceso de identificación y de conexión con el sistema límbico, la sede de las emociones.
Este es el motivo por el cual todo aroma es evocador, ninguno es indiferente. Tal vez la lavanda nos trae a la memoria la abuela que de niño nos mimaba y el alcanfor los tristes días de una enfermedad infantil.
Pero aquí no termina la influencia de los olores, sino que el sistema límbico se conecta por una parte con el hipotálamo y por la otra con la corteza cerebral.
En el hipotálamo está el centro de regulación del sistema hormonal, desde donde se influye muchísimas funciones, por ejemplo la relajación o la estimulación del organismo, y por supuesto, el deseo sexual. De ahí que muchos Aceites Esenciales tengan propiedades afrodisíacas como Jazmín e Ilang Ilang.
También el propio olor de cada persona cumple un papel importante en la atracción sexual.
En la corteza cerebral están radicadas las funciones del intelecto. Cuando el efecto del aroma alcanza esta zona del cerebro, se puede pensar con mayor claridad como sucede con la Menta o se fijan mejor los datos en la memoria con el Romero o se agiliza la relación de los conceptos con el Limón.
Después de haber accedido a esta información estamos en condiciones de darnos cuenta de que a medida que ejercitamos el olfato, abrimos la puerta a un goce más pleno y al recuperar la riqueza de nuestros sentidos también ampliamos el horizonte del conocimiento.

LOS MECANISMOS BIOLOGICOS DEL SENTIDO DEL OLFATO

Durante mucho tiempo se pensaron que los olores podían reducirse a siete:


  • alcanforado

  • almizclado

  • floral

  • mentolado

  • etéreo

  • picante

  • pútrido


Hoy se saben que el número es mucho mayor: alrededor de 4.000, con estructuras muy variadas. Lo que no facilita, en modo alguno, la tarea de los biólogos que tratan de comprender el funcionamiento de nuestro aparato olfativo. Con sólo siete olores básicos, era fácil imaginar un sistema en el que sólo siete tipos de neuronas olfativas, en el interior de la nariz, captarían cada uno de esos olores. Un poco como si fueran cerraduras que sólo aceptan su llave. Pero la variedad de las estructuras químicas de las moléculas odoríficas desmintió esa hipótesis, y la cuestión crucial se replanteó: ¿Cómo nos las arreglamos para distinguir varios miles de olores diferentes? La percepción de un olor conlleva, al igual que los otros sentidos, varias etapas, algunas de las cuales se conocen bien.
En el interior de la nariz, la cavidad nasal está recubierta por una fina capa de células diversas; entre ellas, neuronas olfativas en un número que va de 10 a 100 millones, con células-cepa que aseguran la renovación de esas neuronas, las únicas que se renuevan a lo largo de la existencia.
Las neuronas olfativas son bipolares: por un lado, apuntan hacia la cavidad nasal, terminando en minúsculas pestañas sumergidas en una capa de mucosidad, y por otro, se prolongan en un axón. Los axones de todas las neuronas olfativas se reúnen en el bulbo olfativo, auténtico centro de selección y análisis de las informaciones procedentes de la nariz.
El propio bulbo olfativo despacha luego las informaciones hacia distintos puntos del cerebro, donde son a un tiempo percibidas conscientemente y almacenadas en la memoria.
Aunque se conoce bastante bien el trayecto de las informaciones olfativas, los biólogos aún no cuentan con ciertos datos, especialmente en dos campos: el detalle preciso del tratamiento de las informaciones en el cerebro, y la percepción de las moléculas odoríferas por las terminaciones nerviosas de las neuronas olfativas. En este último campo es donde se acaba de dar un paso decisivo: por fin sabemos como sienten las neuronas de nuestra nariz.
Se habían avanzado varias teorías. La primera defendía que las neuronas olfativas serían todas idénticas, no habría ninguna específica de tal o cual molécula, ni, por tanto, de un olor específico. El reconocimiento del olor dependería de la forma en que interactuase la molécula odorífera con la membrana de la neurona, influyendo así en el mensaje transmitido al cerebro. La otra teoría consistía en suponer que cada neurona contaría con uno o varios tipos de receptores y, por lo mismo, estaría especializada en la detección de uno ovarios olores. La molécula odorífera que llegase a la mucosa nasal se fijaría en el receptor específico, y este enlace molécula-receptor provocaría la creación y transmisión de una señal de la neurona hacia el cerebro. Al saber qué tipo de neurona le envía las señales, el cerebro sabría también qué olor había sido captada. Entre estas dos hipótesis igualmente lógicas, la balanza ha terminado inclinándose por la segunda, la de los receptores. Las razones han sido varias. La primera la dieron las personas incapaces de sentir ciertos olores (se dice de ellas que son anósmicas). Por ejemplo, el 50 por ciento de la gente no puede detectar el olor de una pequeña molécula llamada androsterona, el 15 por ciento la percibe muy ligeramente y sólo el 35 por ciento siente realmente un olor fuerte y muy desagradable (que recuerda al de la orina o el del sudor).
Ahora bien, estudios recientes han demostrado que la sensibilidad a la androsterona no se debe al azar, sino que depende de un factor genético. Y así, los auténticos gemelos (idénticos genéticamente) sienten la molécula del mismo modo, mientras que los falsos gemelos (genéticamente distintos) la perciben muchas veces de forma distinta.
La incapacidad de captar un olor dado no es compatible con la primera hipótesis de interacción no específica de las moléculas con la membrana de las neuronas. Por lo contrario, encaja con la segunda teoría.
La anosmia se debería, pues, al no funcionamiento de un receptor preciso, causada probablemente por una mutación en el gen responsable de su fabricación. La confirmación de esa hipótesis vino por otro lado. Los investigadores observaron que, cuando una molécula odorífera entra en contacto con una neurona olfativa, se produce en el interior de dicha neurona una reacción en cadena que lleva a la producción de una pequeña molécula la AMP cíclica. Y resulta que es exactamente el mismo proceso que se desarrolla en el interior de nuestro cuerpo con ciertas hormonas como la adrenalina. Cuando una molécula de adrenalina circula en la sangre y llega a las células en las que debe actuar, se fija en receptores en la superficie de esas células. De ello resulta en la célula una reacción en cadena: el receptor se pone en contacto con otra proteína, llamada proteína G, que actuará a su vez con una tercera proteína, luego con una cuarta, etcétera.
En suma, una auténtica carrera de relevos que lleva finalmente a la producción de AMP cíclica. Esta AMP cíclica es llamada segundo mensajero, ya que le corresponde la tarea de transmitir la información de la hormona (el primer mensajero) a toda la célula. En el caso de la adrenalina, liberada en respuesta a una situación de estrés (ante un peligro o un esfuerzo a realizar), la orden será la de producir glucosa o ácidos grasos para ciertas células, la aceleración de los latidos del corazón, la distensión de los músculos lisos.
En ambos casos (tanto en la fijación de una hormona como en la recepción de un olor) se llega al mismo resultado: la producción de AMP cíclica. La hipótesis más lógica, tras esto, es la de que las moléculas odoríficas se fijan también en receptores en la superficie de las neuronas olfativas.
Y aquí es donde intervienen Linda Buck y Richard Axel, de la Cambridge International University (U.K.). Partieron de la hipótesis que acabamos de describir. Aprovechando el parecido antes descrito entre los receptores de adrenalina y los de las moléculas odoríficas, los investigadores trataron de localizar genes cuya estructura se pareciera a la del gen que ordena la fabricación de receptores de adrenalina. Descubrieron una serie de genes que, efectivamente, se parecían a los de los receptores hormonales, y que sólo funcionan en las neuronas olfativas, ahí donde captan las moléculas odoríferas. He aquí, pues, por fin, nuestros receptores olfativos. Queda una cuestión complementaria: ¿Cuántos tipos de receptores hay? Tantos como anosmias existen, es decir, unos treinta o, más aún, tantos como olores podemos percibir, es decir, 4.000, lo que es mucho.
Aunque las técnicas empleadas no permiten dar con el número exacto, hay probablemente entre cien y varios centenares. Un número ciertamente impreciso todavía, pero que permite a los biólogos hacerse una idea más clara de lo que ocurre en nuestra nariz cuando captamos un olor.
Este descubrimiento de los receptores olfativos es fruto de largas investigaciones, pero constituye también un nuevo punto de partida, y abre un vasto campo de trabajo. Todavía queda decidir si cada una de nuestras millones de neuronas olfativas tiene uno o varios tipos de receptores.
Luego, habrá que identificar en cada receptor la o las moléculas odoríferas que reconoce. Teniendo en cuenta los 4.000 olores distintos que puede reconocer nuestra nariz, se entiende que no hemos hecho más que empezar.

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